jueves, 11 de junio de 2015

capitulo 2


hola espero les este  gustado la nove... como dije en el otro blog mañana subire mas de 1 cap (solo si hay comentarios)

PD: chicas se me olvido decirles que estas noves tienen alto contenido sexual,

comentarios y subo otro   

                                                                                                                                                                   

capitulo 2



Cuando todo el mundo empezó a salir poco a poco para ir a comer, yo me quedé pegada a mi mesa con un café y una bolsa de frutos secos que había comprado en la máquina. Normalmente me habría llevado sobras de casa o habría salido con los demás becarios a comer algo, pero ese día el tiempo corría en mi contra. Oí abrirse la puerta exterior del despacho y levanté la vista. Sonreí al ver a Sara Dillon entrar. Sara estaba en lanzani Media Group en el mismo programa de prácticas del máster, aunque ella trabajaba en contabilidad.

—¿Vamos a comer? —me preguntó.

—Voy a tener que saltarme la comida. Está siendo un día infernal. —La miré con cara de pena y su sonrisa pasó a ser burlona.

—¿Día infernal o jefe infernal? —Se sentó en el borde de mi mesa—. He oído que se ha puesto como una fiera esta mañana.

Le dediqué una mirada cómplice. Sara no trabajaba para él, pero sabía todo lo que pasaba con peter lanzani. Como hijo menor del fundador de la empresa, Pablo lanzani, y con una notoria propensión a perder los estribos, era una leyenda viva en aquel edificio

—Aunque tuviera un clon, no podría acabar esto a tiempo.

—¿Quieres que te traiga algo? —Su mirada se dirigió al despacho del jefe—. ¿Un asesino a sueldo? ¿Agua bendita?

Reí.

—No, estoy bien.

Sara sonrió y se marchó. Acababa de darle el último sorbo a mi café cuando me agaché y me di cuenta de que tenía una carrera en las medias.

—Y por si fuera poco —empecé a hablar al oír de nuevo los pasos de Sara— me he hecho una carrera en las medias. ¿Sabes qué? Si vas a algún sitio donde haya chocolate, tráeme veinte kilos, así me como toda mi ansiedad después.

Levanté la vista y vi que no era Sara la persona que estaba allí de pie. Se me encendieron las mejillas y me bajé la falda.

—Lo siento, señor lanzani, yo...

—señorita esposito, como usted y las otras secretarias tienen mucho tiempo para hablar de los problemas con su lencería, además de preparar la presentación de Papadakis, necesito que vaya al despacho de Willis y me traiga los análisis de mercado y segmentación de Beaumont. —Se enderezó la corbata mirando su reflejo en la ventana—. ¿Cree que podrá hacerlo?

¿Me acababa de llamar «secretaria»? Como parte de las prácticas a veces hacía ciertas tareas de asistente para él, pero el señor lanzani sabía de sobra que yo llevaba varios años trabajando en la empresa antes de que me concedieran la beca JT Miller para la Universidad Northwestern. Y ahora solo me quedaban cuatro meses para acabar mi máster en empresariales.

«Para terminar el máster y dejar de estar a sus órdenes», pensé. Levanté la vista y me encontré con su mirada encendida.

—No tengo ningún inconveniente en pedirle a Sam que...

—No era una sugerencia —me cortó—. Quiero que vaya usted a buscarlos. —Me miró durante un momento con la mandíbula apretada antes de girar sobre sus talones y volver como una tromba a su despacho, cerrando la puerta con fuerza tras él.

Pero ¿qué problema tenía? ¿De verdad era necesario ir dando portazos por ahí como un adolescente? Cogí la chaqueta del respaldo de la silla y me encaminé a la otra oficina, un poco más abajo en la misma calle.

Cuando volví, llamé a su puerta pero no respondió. Intenté girar el picaporte. Cerrado. Seguramente estaría echando un polvo rapidito por la tarde con alguna princesita con fideicomiso mientras yo tenía que correr como una loca de acá para allá por todo Chicago. Metí el sobre manila por la ranura para el correo y deseé que los papeles se desparramaran por todas partes y él tuviera que agacharse para recogerlos y ordenarlos. Le estaría bien empleado. Me gustó bastante la imagen de él de rodillas en el suelo, recogiendo papeles desperdigados. Pero la verdad era que, conociéndolo, seguro que me llamaba para que entrara en su inmaculada guarida y lo recogiera todo mientras él me observaba.

Cuatro horas después había acabado las actualizaciones de los informes de progreso, tenía la presentación prácticamente preparada y estaba al borde de la risa histérica por lo horrible que había sido ese día. Me encontré planeando el cruento y retorcido asesinato del chico de la copistería. Solo le había pedido que hiciera algo muy sencillo: unas cuantas copias y encuadernar algunas cosas. Debería haber sido pan comido. Cosa de un momento. Pero no, le había llevado ¡dos horas!

Corrí por el oscuro pasillo del edificio ya vacío con los materiales para la presentación agarrados como podía entre los brazos y mirando el reloj. Seis y veinte. El señor lanzani se iba a comer mi hígado crudo. Llegaba veinte minutos tarde. Como había quedado claro esa mañana, él odiaba la impuntualidad. «Tarde» era una palabra que no estaba incluida en el Diccionario del capullo de peter lanzani, como tampoco lo estaban «corazón», «amabilidad», «compasión», «hora de la comida» o «gracias».

Y ahí estaba yo, corriendo por los pasillos con unos zapatos de tacón de aguja italianos, a toda velocidad hacia mi verdugo.

«Respira, lali. Este tío es capaz de oler el miedo.»

Cuando me acerqué a la sala de reuniones intenté tranquilizar mi respiración y dejé de correr. Una luz cálida se colaba por debajo de la puerta. Sin duda, estaba ahí, esperándome. Con cuidado intenté arreglarme el pelo y la ropa a la vez que organizaba la pila de documentos que cargaba. Inspiré hondo y llamé a la puerta.

—Adelante.

Entré en la sala de reuniones, era enorme; una pared tenía unas ventanas del suelo al techo que ofrecían una vista maravillosa del paisaje urbano de Chicago desde una altura de dieciocho pisos. Empezaba a oscurecer y los rascacielos salpicaban el horizonte con sus ventanas iluminadas. En el centro de la sala había una impresionante mesa de madera maciza, y mirándome desde la cabecera estaba el señor lanzani.

Estaba ahí sentado, con la chaqueta del traje colgada en una silla detrás de él, la corbata aflojada, las mangas almidonadas de la camisa blanca remangadas hasta los codos y la barbilla descansando sobre sus manos cruzadas. Me atravesó con la mirada, pero no dijo nada.

—Discúlpeme, señor lanzani —dije con voz temblorosa y con la respiración entrecortada—. Las copias me han llevado... —Me paré en seco. Las excusas no iban a mejorar mi situación. Y además, no le iba a permitir echarme la culpa de algo que yo no podía controlar. Que se fastidiara. Con mi recién recuperada valentía en su sitio, levanté la barbilla y caminé hasta donde él estaba sentado.

Sin mirarlo, busqué entre los papeles y coloqué una copia de la presentación sobre la mesa.

—¿Listo para empezar?

No dijo una palabra, pero su mirada atravesó mi valiente coraza. Todo aquello hubiera sido mucho más fácil si él no fuera tan guapo... Sin decir nada, señaló el material que le había puesto delante para que continuara.

Me aclaré la garganta y empecé la presentación. Repasé los diferentes aspectos de mi propuesta y él permaneció en silencio, con la mirada clavada en su copia. ¿Por qué estaba tan tranquilo? Podía manejar sus arrebatos de ira, pero ese misterioso silencio... Me estaba poniendo de los nervios.

Estaba inclinada sobre la mesa, señalándole unos gráficos cuando sucedió.

—La línea temporal para el primer objetivo es un poco ambi...

Dejé la frase a medias y el aire se detuvo en mi garganta. Había puesto la mano en el final de mi espalda antes de deslizarla poco a poco hasta posarla sobre la curva de mi trasero. En los nueve meses que llevaba trabajando para él nunca me había tocado intencionadamente.

Y eso era sin duda intencionado.

El calor de su mano me quemaba a través de la falda hasta llegar a mi piel. Todos los músculos de mi cuerpo se tensaron y sentí cómo se licuaban mis entrañas. ¿Qué demonios estaba haciendo? Mi cerebro me gritaba que le apartara la mano y le dijera que no volviera a tocarme, pero mi cuerpo actuaba en solitario. Se me endurecieron los pezones, y apreté la mandíbula en respuesta. «¡Traidores!»

El corazón me martilleaba en el pecho, pasó al menos medio minuto sin que ninguno de los dos dijera nada. Mientras, su mano seguía bajando por mi muslo, acariciándome. Nuestras respiraciones y el ruido de la ciudad que llegaba amortiguado desde la calle era lo único que se oía en el aire inmóvil de la sala de reuniones.

—Dese la vuelta, señorita esposito.

Su voz queda rompió el silencio y yo me erguí, mirando hacia delante. Me volví lentamente y su mano me fue rozando, deslizándose hacia mi cadera. Podía sentir cómo la extendía, desde las yemas de los dedos que tenía sobre la parte baja de mi espalda hasta el pulgar que en ese momento presionaba la piel suave que quedaba justo encima del hueso de mi cadera. Bajé la vista para mirarlo a los ojos y nuestras miradas se encontraron.

Notaba su pecho subiendo y bajando, cada respiración más profunda que la anterior. Un músculo se contrajo en su dura mandíbula a la vez que el pulgar empezaba a moverse, deslizándose lentamente a un lado y a otro, mientras sus ojos no se apartaban de los míos. Estaba esperando que yo lo detuviera; ya había transcurrido tiempo más que suficiente para que yo lo apartara de un manotazo o simplemente me alejara y me fuera. Pero tenía demasiados sentimientos que gestionar antes de poder reaccionar. Nunca me había sentido así, y mucho menos había esperado sentirme así con él. Quería darle una bofetada y después agarrarlo de la camisa y lamerle el cuello.

—¿Que esteas pensando? —me susurró con una mirada entre burlona y nerviosa.

—Todavía intento averiguarlo.

Con sus ojos fijos en los míos, sus dedos empezaron a descender por mi muslo hasta llegar al borde de la falda. Después metió la mano por debajo y sus dedos recorrieron las cintas de mi liguero y el borde de encaje de una de las medias que me llegaba hasta el muslo. Un dedo se coló entre la media y mi piel, y tiró un poco hacia abajo. Inspiré bruscamente, sintiendo de repente que me estaba fundiendo desde el exterior y hasta lo más profundo.

¿Cómo podía dejar que mi cuerpo reaccionara así? Todavía quería darle un bofetón, pero ahora deseaba con más fuerza que continuara. El ansia que sentía entre las piernas no dejaba de aumentar. Llegó al borde de mis bragas y metió los dedos bajo la tela. Sentí que se deslizaba contra mi piel y me rozaba el clítoris antes de meter un dedo en mi interior. Me mordí el labio e intenté (sin éxito) contener un gemido. Cuando volví a bajar la vista para mirarlo, unas gotas de sudor empezaban a formarse en su frente.

—Joder —dijo con voz baja y grave—. Qué húmeda estás. —Dejó que se le cerraran los ojos. Parecía estar librando la misma lucha interna que yo. Le miré el regazo y vi que la tela de sus pantalones estaba muy tensa. Sin abrir los ojos sacó el dedo y apretó el fino encaje de mis bragas en el puño. Cuando me miró estaba temblando, con una clarísima expresión de furia. Con un movimiento rápido me arrancó las bragas, y el sonido de la tela al rasgarse pudo oírse en silenciosa la sala.

Me cogió bruscamente, me subió a la fría mesa y me separó las piernas. Gemí sin querer cuando sus dedos volvieron, deslizándose y entrando de nuevo. Odiaba a ese hombre de una forma especialmente intensa, pero mi cuerpo me traicionaba; quería más. Maldita sea, se le daba muy bien. Las suyas no eran las caricias amorosas a las que estaba acostumbrada. Era un hombre que solía conseguir lo que quería y por lo que parecía, lo que quería en ese momento era a mí. Dejé caer la cabeza a un lado y me eché hacia atrás hasta apoyarme en los codos, sintiendo precipitarse el orgasmo.

Y para mi horror absoluto incluso llegué a suplicar:

—Por favor...

Él dejó de moverse, sacó el dedo y cerró la mano en un puño. Yo me incorporé, le agarré la corbata de seda y acerqué su boca a la mía con agresividad. Sus labios eran tan perfectos como parecían: firmes y suaves. Nunca me había besado nadie que conociera hasta el último ángulo, punto de profundidad y movimiento de provocación posible. Me estaba haciendo perder la cabeza.

Le mordí el labio inferior mientras mis manos se apresuraban a desabrocharle los pantalones, liberando el cinturón de las trabillas.

—Será mejor que estés preparado para acabar lo que has empezado.

Él dejó escapar un sonido grave y rabioso desde el fondo de la garganta, me abrió la blusa de un tirón. Los botones plateados salieron disparados y rebotaron por toda la mesa de la sala de reuniones.

Subió las manos por mis costillas y después las colocó sobre mis pechos; sus pulgares se deslizaban adelante y atrás sobre mis pezones tensos. Su mirada oscura estaba fija en mi expresión todo el rato. Tenía las manos grandes y tan ásperas que casi llegaban a provocarme dolor, pero en vez de quejarme o apartarlo, me apreté contra sus palmas porque quería sentir más y más fuerte.

Él gruñó y apretó los dedos. Se me ocurrió que me iba a dejar cardenales y casi deseé que lo hiciera. Quería algo para recordar esa sensación de estar absolutamente segura de lo que deseaba mi cuerpo, de estar desatada.

Él se acercó lo suficiente para morderme el hombro y me susurró.

—Eres una tentación...

Incapaz de acercarme tanto como quería, aceleré mi maniobra con la cremallera y le bajé los pantalones y los bóxer hasta el suelo. Le di un buen apretón a su polla, sintiendo cómo latía contra mi palma.

La forma en que dijo mi «apellido» entre dientes —«esposito...»— debería haberme provocado un arrebato de furia, pero en ese momento solo sentía una cosa: pura lujuria desenfrenada. Me subió la falda por los muslos y me empujó sobre la mesa. Antes de que pudiera decir una sola palabra me agarró de los tobillos, luego se cogió la polla, dio un paso adelante y empujó hasta penetrarme.

Ni siquiera fui capaz de sentirme avergonzada por el gemido tan alto que dejé escapar. Él era lo mejor que había sentido nunca...

—¿Qué? —dijo con los dientes apretados y las caderas golpeando contra mis muslos mientras se hundía en mí—. Nunca te habían follado así antes, ¿eh? No resultarías tan tentadora si tuvieras alguien que te follara bien.

Pero ¿quién se creía que era? ¿Y por qué me ponía tanto que tuviera razón? Nunca había tenido relaciones sexuales en ninguna otra parte que no fuera en una cama y nunca me había sentido así.

—Me han follado mejor —le dije para provocarlo. Rió, bajito y con sorna.

—Mírame.

—No.

Salió justo cuando estaba a punto de correrme. Al principio pensé que me iba a dejar así, pero me agarró los brazos y tiró de mí para levantarme de la mesa, con los labios y la lengua presionando contra los míos.

—Mírame —repitió.

Y por fin, sin él dentro de mí, pude hacerlo. Parpadeó una vez, muy lentamente, con las largas pestañas oscuras rozándole la mejilla, y después me dijo:

—Pídeme que haga que te corras.

Su tono no era el adecuado. Era casi una pregunta, sin embargo, las palabras eran propias de él: un cabrón. Quería que hiciera que me corriera. Más que nada. Pero que me partiera un rayo si le pedía algo en toda mi vida.

Bajé la voz y le miré fijamente.

—Es usted un capullo, señor lanzani.

Su sonrisa me dejó claro que lo que fuera que quería de mí, lo había conseguido. Quería clavarle la rodilla justo en sus partes, pero así no iba a conseguir lo que en realidad quería.

—Pídamelo por favor, señorita esposito.

—«Por favor», ni de coña.

Lo siguiente que sentí fue la ventana fría contra mis pechos y gemí ante el intenso contraste de temperatura entre el cristal y su piel. Estaba ardiendo; todas las partes de mi cuerpo querían sentir su áspero contacto.

—Al menos eres coherente —me dijo al oído antes de morderme el hombro. Metió el pie entre los míos—. Separa las piernas.

Y yo las abrí sin dudarlo. Él me tiró de la cadera hacia atrás y metió la mano entre los dos antes de volver a empujar para entrar en mi interior.

—¿Te gusta el frío?

—Sí.

—Chica sucia y pervertida. Te gusta que te vean, ¿eh? —murmuró mordiéndome el lóbulo de la oreja—. Te encanta que todo Chicago pueda levantar la cabeza y mirar cómo te follo. Te están volviendo loca todos y cada uno de los minutos que estás pasando con tus preciosas tetas pegadas contra el cristal.

—Calla. Lo estás estropeando. —Pero no era así. Ni mucho menos. Su voz grave me provocaba cosas increíbles.

Él solo se rió junto a mi oído y probablemente se dio cuenta de cómo me estremecí al oírlo.

—¿Quieres que vean cómo te corres?

Gemí en respuesta, incapaz de formar las palabras; cada embestida dentro de mí me apretaba más y más contra el cristal.

—Dilo. ¿Quieres correrte, señorita esposito? Respóndeme o pararé y haré que me la chupes —susurró entre dientes entrando cada vez más adentro.

La parte de mí que lo odiaba se estaba disolviendo como azúcar en mi lengua y la parte que quería todo lo que tuviera para darme crecía, ardiente y exigente.

—Pídemelo. —Se inclinó sobre mí, me agarró el lóbulo de la oreja entre los labios y después me dio un mordisco fuerte—. Te prometo que te lo daré.

—Por favor —le dije cerrando los ojos para ignorar todo lo demás y solo sentirle a él—. Por favor. Sí.

Me rodeó el cuerpo con el brazo y puso sus dedos sobre mi clítoris con la presión y el ritmo perfectos. Sentía su sonrisa sobre mi nuca y cuando abrió la boca y apretó los dientes contra mi piel, perdí todo control. El calor ascendió por mi espalda, me envolvió las caderas hasta alcanzar mis piernas y me sacudí contra él. Apreté el cristal con las manos, todo mi cuerpo estremeciéndose por el orgasmo que me embargaba y me dejaba sin aliento. Cuando por fin perdió intensidad, él salió y me dio la vuelta para que lo mirara; agachó la cabeza para besarme el cuello, la mandíbula y el labio inferior.

—Dame las gracias —susurró.

Enterré las manos en su pelo y tiré con fuerza, esperando provocar alguna reacción en él, queriendo ver si todavía tenía control sobre sí mismo o deliraba.

«Pero ¿qué demonios estamos haciendo?»

Él gruñó, me cogió las manos, me besó por todo el cuello y apretó su erección contra mi estómago.

—Ahora hazme sentir bien.

Yo solté una mano, la bajé hasta su miembro y empecé a acariciarlo. Era grueso y largo y encajaba perfecta en mi palma. Quería decírselo, pero en la vida le iba a decir lo genial que lo sentía. En vez de eso me aparté de sus labios mirándolo con los ojos entornados.

—Voy a hacer que te corras con tanta fuerza que te olvidarás de que eres el mayor cabrón del mundo —le prometí con voz grave resbalando por el cristal antes de meterme lentamente su pene en la boca hasta el fondo.
Él se tensó y soltó un gemido profundo. Levanté la vista para mirarlo: tenía las palmas y la frente apoyadas contra el cristal y los ojos cerrados con fuerza. Parecía vulnerable y estaba tremendo en ese estado de abandono.

Pero no era nada vulnerable. Era el mayor capullo que había pisado la tierra y yo estaba de rodillas delante de él. Ni de coña.

Así que en vez de darle lo que sabía que quería, me levanté, me bajé la falda y lo miré a los ojos. Era más fácil ahora que no me estaba tocando y haciéndome sentir cosas que no tenía por qué hacerme sentir.

Los segundos pasaron y ninguno de los dos apartó la mirada.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó con voz ronca—. Ponte de rodillas y abre la boca.

—Ni hablar.

Cerré la parte delantera de mi blusa sin botones y me fui de la sala, rezando para que mis piernas todavía temblorosas no me traicionaran.

Cogí el bolso de mi mesa, me puse la chaqueta e intenté desesperadamente abrocharme los botones con los dedos vacilantes. El señor lanzani aún no había salido y yo corrí hasta el ascensor confiando poder llegar antes de tener que volver a enfrentarme a él.

Ni siquiera podía permitirme pensar en lo que había pasado hasta que no consiguiera salir de allí. Le había dejado follarme, provocarme el orgasmo más increíble de mi vida y después le había dejado con los pantalones por los tobillos en la sala de reuniones de la empresa, con el peor caso de dolor de huevos de la historia de la humanidad. Si se tratara de la vida de otra persona, me habría alegrado una barbaridad. Sin embargo, no era la vida de otra.

«Mierda.»

Las puertas del ascensor se abrieron, entré y pulsé apresuradamente el botón. Después miré cómo los números de los pisos bajaban con rapidez. En cuanto el ascensor llegó abajo, atravesé el vestíbulo corriendo. Oí al pasar algo que decía el guardia de seguridad sobre trabajar hasta tarde, pero me limité a pasar a la carrera a su lado y despedirme con la mano.

Con cada paso la tensión que sentía entre las piernas me recordaba lo que había
pasado durante la última hora. Cuando llegué a mi coche lo abrí con el mando, tiré de la puerta y me dejé caer en el confort del asiento de cuero. Me miré en el espejo retrovisor.

«¿Qué demonios ha pasado?»

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